miércoles, 13 de julio de 2011

Consideraciones sobre lo infinito (y algunas perlas personales)

Recuerdo que cuando era niño una fuerte inquietud se apoderaba de mí en cuanto veía un profundo cuerpo de agua, tanto más si la turbiedad o un siniestro verdor vegetal ocultaban lo que sucedía en el fondo. La sola vista de esto me hacía sentir temor ante una zambullida que, por supuesto, no iba a darme. Después, llegados los años de la racionalidad (cualquiera puede objetar que yo no he visto aún ninguno de esos años), me expliqué que esto se debía a que no solemos temer lo que vemos, pero en cambio las oscuridades y los territorios ignotos pueden estar poblados de cualquier cosa, y nuestra mente se dispara en mil direcciones suponiendo todo lo que puede haber oculto: ¿un fondo cenagoso al que la mala casualidad lleve los pies atrapándolos irremisiblemente?, ¿el irregular entramado de las ramas de un árbol que yace en el fondo pudriéndose, y del que preferirías jamás tener conocimiento puesto que también puede ser una trampa mortal? Supongo que esta infinidad de cosas ocultas y posibles fue lo que llevó a los griegos a poblar hasta el más mínimo de los estanques de ninfas y de náyades, tan seductoras como traicioneras. Y es que esto tienen estas zonas vedadas por el temor: el encanto muchas veces irresistible de que si se las cruza se habrán vencido mil demonios y el propio temor. Pero las oscuridades a que nos enfrentamos los hombres no son sólo físicas; también hay oscuridades intelectuales. Si lo vemos con sinceridad y no suponiendo que sabemos demasiadas cosas o que la sola voluntad conquista las más altas cimas, el futuro es un campo desconocido sembrado de todas las posibilidades aunque la ciencia descarte algunas, ¿de qué nos sirve, puesto que las que restan son infinitas?–, la más segura de ellas, la muerte, que incluso es más segura que la "certeza" científica de que el mundo seguirá girando para que vivan en paz nuestros congéneres. Esto quizás justifique la flojera natural que se despierta en mí ante la realización de cualquier tarea física (soy antideportista y no me avergüenza); sólo pensar que el camino estará sembrado de infinitos escollos y que casi todo lo que sucederá será una sucesión anecdótica de accidentes me disuade de emprender cualquier trabajo físico; pero cuando uno está obligado, ni modo, hay que disimular y no mostrar a las claras la molestia que puede causar verse enredado en una serie infinita de casualidades; the Devil is in the details

Para no enfrentarse a la complejidad de lo real, la mente humana ha fabricado los diferentes conceptos de que nos valemos para referirnos a las cosas que nos rodean; pero es probable que la misma concepción de un mundo poblado de objetos precisos a los cuales referirse pueda cuestionarse. Podríamos para esto traer a consideración la imagen de una cola de pavo real en movimiento. Una de las cosas que más fascinación causan de la cola de los pavos reales, no sólo a las hembras de la especie, sino también a los humanos, es su cualidad tornasolada (o más bien, tornasolante, puesto que ésta es una cualidad que depende del movimiento y la circunstancia); la manera en que el sol incide en ella es la serie de colores que vemos. Una mente racional que quiera atajar el camino a lo misterioso dirá que aun en esta multiplicidad de colores que escapa invicta a una fácil descripción es posible encontrar un patrón según el cual unos colores se suceden a otros entremezclándose. A esto podría oponerse que dicha explicación sólo considera la cola del pavo real como un objeto estático, pues cuando se mueve, el efecto de iridización dibuja nuevos patrones u ordenaciones, y puesto que las posiciones que puede adoptar el pavo real con respecto al sol son infinitas, también las posibilidades de adoptar colores lo son... Y lo infinito no puede llegar a conocerse. La ciencia puede salirse por la tangente y argumentar que se puede calcular la complejidad y el preciso patrón de una coloración suponiendo una posición determinada tanto para la dirección de los rayos solares como para la cola del pavo real. Cómo sea, su descripción no escapa ni al estatismo ni a la necesidad de tratar sus objetos de estudio por métodos in vitro; lo observado depende de la posición del observador. Quizá el científico nos haya dicho con suficiencia en virtud de qué son iridiscentes las plumas del pavo real, describiéndonos de paso muchos detalles sobre su estructura material, pero no hay recursos con los que pueda enfrentarse a la variabilidad real, y a la imposibilidad de fijar los parámetros más adecuados para estudiar algo que es absolutamente complejo; el científico puede resolver lo que él mismo plantea, pero, desde luego, no puede plantearse todo lo que existe.

En la vida real, más que recurrir al estudio exhaustivo de las cosas que nos rodean, nos formamos una imagen de éstas; en esta imagen se conjugan tanto la objetividad (la referencia a un objeto) como la imaginación, que completa aquellas cosas que no conocemos del objeto, como cuando soñamos. En el sueño se nos aparece una imagen completa del mundo repleta de objetos arrojados por nuestra memoria, que los conoce en un mayor o menor grado; mientras menos se conozca un objeto que se sueña, más diferente de su modelo real será la imagen que de él soñemos, y aunque los sueños estén llenos de incongruencias, lo que vemos en ellos son imágenes completas. La ciencia puede responder sólo cuestiones muy acotadas; para la mayoría de las situaciones de la vida real sirven más la imaginación y la intuición, que son ambiguas pero eficientes. Si el científico pretende plantear y resolver problemas, va por buen camino; si pretende expurgar la existencia de todos sus misterios y ambigüedades, su empresa está condenada al fracaso.

El efecto de tornasol no es sino una metamorfosis cromática continua; hay también otros "colores" y materiales que cambian su aspecto de acuerdo a la circunstancia. Uno de los materiales más preciados en todo el mundo y a través de los tiempos es el oro y su color dorado, no hace falta decirlo, pero sí para lo que me propongo explicar. Por sus cualidades, no es de extrañar que los objetos rituales de muchas religiones, que aluden ellas mismas a la totalidad de las cosas, ya sea circunscritas a una divinidad principal o a un panteón infinito como el indio (de la India), estén fabricados muchas veces en oro. El dorado, a diferencia de los colores puros y estables en tono, es su propio tono y el reflejo de lo múltiple que ocurre en torno a él; un movimiento mínimo o un haz de luz que de pronto inciden en él se reflejan al instante en un movimiento como de flama. Y como las metamorfosis del reflejo son impredecibles, quien observa este infinito circunscrito aun en el objeto más exiguo, antes que predecir y reconocer un movimiento definido, se asombra.

Pero no se necesita de religión alguna para estar asombrado por lo infinito. Lucrecio llegó a la conclusión de que los dioses estaban apartados del mundo no sólo por haber sabido de la doctrina materialista de Epicuro, sino también por haber intuido él mismo que las transformaciones de la materia eran infinitas: con la pura y fortuita disposición de los átomos se había formado todo cuanto de feo y de bello hay en el mundo. Si la omnipotencia necesaria para crear el mundo estaba no en el poder de una inteligencia sobrenatural sino en un infinito desatado, ¿qué necesidad había de acudir a los dioses? El poder del puro infinito, aun mayor que el de cualquier dios, movió a Lucrecio a una admiración mayor del mundo que la que le hubiera procurado cualquier religión. Por la lectura de muchos de los pasajes del De rerum natura lucreciano puede quedarnos la impresión de que Lucrecio nos describe el movimiento de los átomos en un estado de arrobamiento casi extático; casi me atrevería a decir que ningún escrito religioso puede estremecer tanto al lector, que aquí se ve inmerso en el estupor ante el espectáculo de lo infinito.

Y así como aquellos metales que reflejan lo definido de una manera difusa e imprecisa nos revelan lo infinito por el movimiento incesante y la disolución de los contornos, también existe una música que evoca el infinito no mediante simbolizaciones religiosas, sino desatando en movimiento indefinido y brumoso una serie de sonoridades flotantes... como si se tratara de átomos lucrecianos. Me cuesta trabajo creer que en los últimos cincuenta años haya habido un estreno más emocionante que aquel que tuvo lugar en Darmstadt en 1961 cuando Ligeti dio a conocer al mundo musical de la época sus Atmosphères. Por aquel entonces la racionalidad más irracional aplicada en música había llevado a músicos rabiosamente antirrománticos, como Boulez o Babbit, a hacer obras en que todo estaba predeterminado de acuerdo a un material musical de partida; tan determinada estaba la sucesión de notas como los esquemas rítmicos. Quedó probado que, cuando menos en música, el exceso de razón crea monstruos.

Con Atmosphères, Ligeti mostró de la manera más efectiva el encanto indescifrable de su micropolifonía. Tal como la polifonía renacentista, la micropolifonía, invención de Ligeti, es un entramado de muchas melodías sonando a un mismo tiempo; en la polifonía renacentista las melodías participantes se ordenaban armónicamente y las coincidencias de notas formaban acordes no disonantes. La micropolifonía es en cambio una combinación de notas distintas pero adyacentes por registro. Por esta cercanía de registro, el conjunto de notas se percibe como un conglomerado en que no existen contornos definidos ni ritmos identificables, y todo resulta en un sonido continuo y flamígero donde casi por azar de un mar de sonidos emergen algunas figuraciones visibles de tanto en tanto.

Atmosphères (1961)

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Discografía

The Ligeti Project, CD 2, interp. Berliner Philharmoniker, dir. Jonathan Nott, Teldec, 2002.

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